Todos
los gatos tienen siete vidas pero a Vladimir solo le quedaba una.
Perdió la primera en París cuando el ejército de Versalles aplastó la
primera experiencia de poder obrero. A veces las mujeres y hombres son
como ríos, se desbordan y rompen muros. Y cuando las orillas dejan de
apartarlos, se levantan del suelo para tomar la frontera a la que llaman
horizonte. Pero hay quien insiste en llamarla utopía. Otros creen que es
un sueño. Tal vez desconozcan el grito de los que cayeron en las
barricadas de la Comuna. Tomar el cielo por asalto no era un muro
intranspasable. Y no lo es. Pueden regar la tierra de sangre, que el
mundo entero, todo, unido, jamás será vencido. Porque allá, al fondo,
donde ya la vista no alcanza, se prepara la fiesta de los oprimidos. La
revolución.
Esta historia arranca lenta porque mientra
la imaginación me asedia el cerebro, un italiano no para de cuestionarme
sobre el progreso de la novela. A pesar de eso, era veloz el tren que
se lanzaba sobre el horizonte. Arrancaba murallas al futuro y era tan
grande que nadie sabia donde empezaba o acababa. Ni el mismo Alessandro y
su especialidad de atropellarse con palabras interrumpía un momento de
rara seriedad.
Dentro del vagón, una txapela escondía
la calvicie de un viejo vasco que en un raro baile intentaba no caer
entre el balanceo del tren y el peso de la embriaguez. Es cierto,
explicaba, que cuando no hay viento, una bandera no es más que un trapo.
«Tal vez, tal vez así sea. Tal vez una frontera no sea más que una
línea imaginaria creada por la humanidad. Pero cuando se aprende a
llorar por algo también se aprende a defenderlo. Y ahí es donde nos
volvemos viento y bandera», contestó Vladimir. El peso del tiempo
parecía no abatirse sobre el gato que saltó encima del asiento cuando
Alessandro paró de hacer su porro e interrumpió la conversación como si
después de haber salido del baño hubiera descubierto uno de los grandes
enigmas de la humanidad: «Cazzo, ¿como no hay bidé? Sin bidé, no hay
revolución».
Alessandro es de ese pueblo que un día
colgó a sus verdugos después de cantar Bella Ciao por las calles y
avenidas de Italia. Cuando me pregunta si estamos todos, siempre le
contesto que faltan los presos. Su alegría suena a rebeldía y nos hace
divertir cuando se atasca entre el español y el italiano.
Vladimir ofreció su segunda vida a la causa de los obreros rusos. En medio de la pólvora, vio como el pueblo tomó el Palacio de Invierno. La voz de Lenin sonó como un trueno: «Todo el poder a los soviets». Mares de cerveza desahogaron la felicidad de los oprimidos mientras Jack Reed y Louise Bryant celebraban la victoria bajo las sábanas de Petrogrado. Esa que fue la más bella de las epopeyas proletarias que sacudió durante décadas la humanidad en un violento pero hermoso terremoto.
Sin
Teresa no habría habido esta historia, porque durante días seguimos cada
episodio de su novela dramática y descubrimos que Vladimir, que
todavía tiene una vida, eligió tener a una dueña bolchevique napolitana. Ella
cree que es su gato. Pero es al revés. Ese amor barricado que tiene por
Lenin no es locura aunque pase los días en un viejo hospital
psiquiátrico tratando de construir otro futuro para los niños de la
calle.
La tercera vida de Vladimir se perdió entre los
combatientes de las Brigadas Internacionales. No ha tenido duda en perderse en esa niebla que asoló los pueblos del Estado
español durante casi medio siglo. Esa esperanza rematada todavía respira
dentro de las cunetas y esos muertos un día hablarán. Porque no pueden
bombas donde sobra corazón.
Si escuchas a alguien en el
tren que no termina las palabras es Curro. Ahí viene el huracán andaluz
todavía con el polvo de esa tierra de jornaleros y latifundistas. Sobre
el se dice que un día comió con Morgan Freeman durante una cena zapatista
en esa cumbre intergaláctica donde solo faltó encapuchar a
extraterrestres para asustar todavía más a los camareros chinos.
La noticia corre por el mundo como la pólvora. El ejército rojo
alzó nuestra bandera en el Reischtag. Hitler se suicidó y ondeó la hoz y
el martillo en Berlín. Vladimir no dudó en ningún momento en dejar su
piel por la humanidad. Fue su cuarta vida.
Muchacha,
pásame los fósforos que esa madera va arder. Si Teresa pasa los días en
un viejo hospital psiquiátrico, Josa vive en el Manicomio. Tremendo
barrio. Pura arrechera rebelde y chavista, no joda. "Crea y Dispara", pero
ella te dirá que es "Crea y Combate". Vale, como quiera la camarada Josa.
Si hablamos de Simone, todavía no comprende como se come tanto en
Europa pero ya compartió su mística campesina. Trae en ella las venas de
todo un pueblo que desafía el poder. Aunque puedan invadirlos a tiros,
la semilla ya vibra en la tierra esperando el germinal.
«Voy
bien, Camilo? Vas bien, Fidel». Y así fue que sembró un reguero de
dinamita en toda América Latina. Si lo cuento, nadie se cree. Una
revolución que empieza en un yate y que arrastra a los campesinos y
obreros. La mejor nochevieja de la historia fue la de 1958 cuando las
venas abiertas de todo un continente cerraron el paso al imperialismo.
Aquí es donde Vladimir cedió su quinta vida.
En el
restaurante del tren, Maura se queja de la dictadura del seitán. De esa
Cuba de la cual se dice que sus calles albergan la hambruna viene esa
habanera cuya mirada dura le sale cuando vuelve el seitanismo. Pero su
sonrisa se mueve como sus caderas cuando suena la salsa. Sabrosura
contestataria y rebelde. A su lado está Natalia. Es peligroso estar con
Nati. O te deja caer el mate encima o te hace desaparecer el mechero
como si fuera Houdini. Pero es revolucionaria como el Che, nació en
Rosario como el Che y es médica como el Che. Y habla como un tren de
alta velocidad, sin frenos, con ese acento adictivo que te convence sin
reservas.
«El poder nace de la boca del fusil», asestó
Mao y el pueblo se liberó con mil millones de puños cerrados. Vladimir
no perdió esa victoria aplastante que se transformó en un dolor de
cabeza para las oligarquías y una aspirina para la humanidad. La sexta
vida del gato no se perdió porque los que mueren por la vida no pueden
llamarse muertos como escribió Neruda.
Brais trae
consigo el humor. Llena su morral con esa risa de niño travieso que
luego nos contagia a todos. No hay dudas de que la rebeldía autónoma le
corre en sus venas gallegas y aunque todos simpaticen con el no
consiguió todavía lograr que el portugués le dejase la sudadera que
tanto desea. Puede que algún día sea alcalde de A Coruña porque así lo
nombramos un día con una cinta de plástico expropiada a unas obras.
Clara es silenciosa como un susurro pero certera como una pantera. Habla
cuando es necesario y todo lo que dice resulta cierto porque sus
palabras son vacías de ruido y llenas de sabiduría.
En
este tren que se escapa ruidoso del pasado, de la prehistória de la
humanidad, y que huele a los porros de Alessandro trae una multitud
embriagada que canta: «Paredón, paredón, paredón, a los milicos que
vendieron la nación!». Así fue como Vladimir volvió a Rusia noventa y
nueve años después de la revolución que abrió paso a que el horizonte se
acercara todavía más a los oprimidos. Se había escapado de Nápoles y de
esa loca que no hacia más que quejarse de el a Teresa.
La
resaca es dura pero más dura es la razón que la sostiene. Intentaba
encadenar la memoria de lo que había pasado la noche anterior. En el
baúl de los recuerdos no sobraba más que vodka. Media docena de neuronas
que todavía sabían nadar me señalaban el camino y empapado en sudor
salté de la cama. Cuando despiertas en un palacio, entre ropa tirada por
el suelo y esculturas neoclasicas no hay teoría que explique como
conseguiste llegar ahí la noche anterior. Pensaba en eso justo cuando
decenas de perros callejeros invadieron los jardines y comenzaron una
orgía delante de los guardias. Cuando se cansaron y partieron, yo he
decidí marcharme con ellos. Estaba en el Kremlin.
Y
así fue como me fui acordando de cada uno de mis hermanos de clase. No
es una historia larga y tampoco profunda pero es la que conseguí
escribir después de despertar. Y tejiendo esta memoria de pañuelos en
rebeldía, no olvidé la consigna luchar, crear [y tomar], el poder popular.
Para que la última y definitiva vida de Vladimir sea, entre otras cosas,
«una aspirina del tamaño del sol». Bueno, y también para que Brais me
pague tres cervezas [el dice que son solo dos] por haber puesto la
palabra bidé en el texto. Y eso mola. Mucho.
Fuente:
Uma terra sem amos