Fue
el enfrentamiento armado más grave de su época, un hecho que conmocionó
a Europa. ¿Cúal fue la causa para que el horror se apoderara de las
montañas navarras? ¿Quién tomó parte en tan sangrienta lucha? Y lo más
importante ¿por qué?
Los
hombres, silenciosos y rápidos, transitaban los senderos de los montes
que desde Iruña, la ciudad de los vascones, conducen al norte boscoso de
su territorio, dirigiéndose al estrecho desfiladero por el que llegó,
al principio de la primavera, Carlos, rey de los francos, con una parte
de su ejército invasor, para sitiar y conquistar Iruña. Siguió luego a
Zaragoza, a la que sitió sin lograr conquistar. Desesperado por la
derrota y abrumado por el calor de aquel verano de 778, levantó el
asedio, decidiendo retirarse a sus cuarteles de invierno, trajinando el
regreso por vía vascona. Tras asentarse en Iruña nuevamente para
recobrar él y su ejército fuerzas y abastecer su intendencia, ordenó el
incendio de la ciudad tan pronto reemprendieron la marcha hacia el
norte, advertencia a los posibles levantiscos de que no serían clementes
con ninguna insubordinación.
Los
vascones carecían de hombres con entrenamiento militar y armas
suficientes como para enfrentarse al ejército más poderoso de Europa,
pero no permanecían inactivos. Sin tocar las bocinas de llamada ni
prender fuegos convocatorios en lo alto de sus montes, rápidos
mensajeros conectaron a los diversos pueblos para el gran asalto
vengativo. Planificaron una estrategia conjunta para vengar a sus
muertos y reparar la afrenta que suponía la ocupación y la desolación de
la tierra quemada. Eran descendientes de los sobrevivientes de Roma, la
primera incendiaria de la ciudad vascona, y dispuestos estaban a
rechazar la amenaza que suponía Carlos y sus sueños de hegemonía y sus
delirios de grandeza. Aborrecían ser parte de su imperio. Querían forjar
un reino propio.
Los
vascones, convertidos en improvisados guerreros, recolectaron y
colocaron las piedras en montones precisos y a distancias calculadas
sobre las alturas del barranco, permaneciendo fijos en sus puestos de
observación y combate. Otros, en grupos de asalto, molestaban mediante
escaramuzas al ejército invasor que seguía la ruta que desde Iruña los
llevaba hasta el alto de Errozabal, cruzando el valle de Esteribar. A la
vanguardia cabalgaban Carlos y el obispo Turpín, seguidos por los
veinte mil hombres de caballería e infantería que componían el ejército
franco, unidas las fuerzas todas en la retirada de Zaragoza. La
retaguardia la encabezaba Roldán, el Par favorito de Carlos, de quien
decían era hijo.
Los
invasores urgían acceder con rapidez a sus hogares porque no era buen
tiempo para la andanza de un ejército el inestable otoño, menos el
nevoso invierno. Anhelaban disfrutar de la paz doméstica que, en su
actividad militar, restaban a los demás. Marchaban forzados, revestidos
con yelmos y corazas de metal, cargando sus pesadas armas, alertas a una
posible emboscada, pues ni el apóstol Santiago podría salvarlos de la
trampa que suponía el barranco de la tierra vascona por el cual se
accedía a la llanura de Aquitania, si sufrían un ataque. Lo temían, pero
no lograban calibrarlo. El enemigo resultaba invisible. Se sabía que
estaba ahí por los ataques nocturnos y los aterradores aullidos lobunos
que emitían, impidiéndoles el descanso.
Cuando el ejército, cual una inmensa serpiente se fue desenroscando por el estrecho vericueto del desfiladero, los vascones actuaron. Cayeron las piedras, convertidas en misiles, sobre hombres y bestias, en tal profusión, que les deparó la muerte o heridas tan profundas que los llevaron a ella. La indefensión era total pues sus arreos de combate no lograron suavizar el impacto del diluvio pétreo y no había sitio alguno donde correr ni ocultarse. Los que quedaron en pie fueron atacados por hombres armados con azkonas, la secular arma que los romanos reseñaron como propias de los vascones. No hubo tregua ni compasión.
Cuando el ejército, cual una inmensa serpiente se fue desenroscando por el estrecho vericueto del desfiladero, los vascones actuaron. Cayeron las piedras, convertidas en misiles, sobre hombres y bestias, en tal profusión, que les deparó la muerte o heridas tan profundas que los llevaron a ella. La indefensión era total pues sus arreos de combate no lograron suavizar el impacto del diluvio pétreo y no había sitio alguno donde correr ni ocultarse. Los que quedaron en pie fueron atacados por hombres armados con azkonas, la secular arma que los romanos reseñaron como propias de los vascones. No hubo tregua ni compasión.
De
nada valió la llamada de Roldán, avisando del peligro y reclamando
ayuda a Carlos, pues murió en el combate finalmente, protegiendo con su
cuerpo, para que nadie pudiera poseerla, a su prodigiosa espada
Durandarte, con su pomo cargado de reliquias sacras. Carlos y el obispo
Turpín, que escucharon el olifante, emprendieron una galopada
escandalosa hacia delante, dejando a sus espaldas un ejército deshecho.
Muertos fueron los 12 Pares, el Estado Mayor, aquel 15 de agosto del 778
que para los francos no resultó Año de Gracia del Señor. Aunque más
tarde Carlos fue proclamado emperador, los muertos de Orreaga, los suyos
y los demás, habrían de pesar en su memoria. Nadie debería alcanzar la
grandeza derivada de semejante sacrificio humano en aras de su ambición.
Fuente: Erlantz Urtasun Antzano (Historiador) y Arantzazu Amezaga Iribarren (Escritora)