sábado, 13 de febrero de 2016

La tortura es un viaje moral sin retorno


La tortura es un viaje moral sin retorno. No cabe atravesar esa frontera con pretensiones de excepcionalidad, porque la tortura degrada irreparablemente el código moral de quien la aplica materialmente, de los responsables que la autorizan y de la sociedad que la acepta, explícita o implícitamente.


Aceptar la tortura en "algunos casos como mal menor" es, de hecho, admitirla siempre. Porque, ¿en función de qué criterio se acepta? En el del bien superior, obviamente. Se trata de hacer un mal menor para obtener un bien superior. Pero ésa no es la excepción, sino la norma principal de la tortura.


Quienes torturan, casi siempre creen que lo hacen para conseguir algo que es bueno para la colectividad: aclarar un crimen, encontrar un arsenal, desarticular un grupo terrorista etc pero la sociedad que acepta la tortura como excepción deja la determinación de la excepcionalidad en manos de los torturadores y sus jefes. Habrán de ser ellos –¿quién, si no?– los que decidan, según su jerarquía de criterios, que tal o cual caso es lo suficientemente grave como para tirar para adelante apoyándose en ese respaldo social. Por eso, avalar la tortura en algún caso equivale a avalarla en cualquiera.


La tortura pone en marcha una reacción en cadena. Y el último de sus efectos –el más terrible de ellos– es el envilecimiento de la sociedad que la tolera en silencio. La española es una sociedad éticamente envilecida, en la que las personas con principios resultan tan incómodas y desazonantes como los asuntos que se empeñan en airear.


Denunciar la tortura es, en último término, denunciar la hipocresía dominante. Las buenas conciencias que son el lubricante ideológico del orden social. Porque la tortura no es una disfunción del sistema, sino una de los muchas y variadas armas que tiene para defenderse.


Fuente: "Tortura y doble moral" de Javier Ortiz

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