viernes, 15 de agosto de 2014

Batalla de Orreaga


El 15 de agosto del año 778 una terrible batalla sobrecogió al Pirineo navarro. Durante horas, quizá días, miles de personas se golpearon con armas de metal hasta la muerte. En cuanto no quedó perdedor alguno con vida, los vencedores de la jornada se retiraron.

Fue el enfrentamiento armado más grave de su época, un hecho que conmocionó a Europa. ¿Cúal fue la causa para que el horror se apoderara de las montañas navarras? ¿Quién tomó parte en tan sangrienta lucha? Y lo más importante ¿por qué?

Los hombres, silenciosos y rápidos, transitaban los senderos de los montes que desde Iruña, la ciudad de los vascones, conducen al norte boscoso de su territorio, dirigiéndose al estrecho desfiladero por el que llegó, al principio de la primavera, Carlos, rey de los francos, con una parte de su ejército invasor, para sitiar y conquistar Iruña. Siguió luego a Zaragoza, a la que sitió sin lograr conquistar. Desesperado por la derrota y abrumado por el calor de aquel verano de 778, levantó el asedio, decidiendo retirarse a sus cuarteles de invierno, trajinando el regreso por vía vascona. Tras asentarse en Iruña nuevamente para recobrar él y su ejército fuerzas y abastecer su intendencia, ordenó el incendio de la ciudad tan pronto reemprendieron la marcha hacia el norte, advertencia a los posibles levantiscos de que no serían clementes con ninguna insubordinación.

Los vascones carecían de hombres con entrenamiento militar y armas suficientes como para enfrentarse al ejército más poderoso de Europa, pero no permanecían inactivos. Sin tocar las bocinas de llamada ni prender fuegos convocatorios en lo alto de sus montes, rápidos mensajeros conectaron a los diversos pueblos para el gran asalto vengativo. Planificaron una estrategia conjunta para vengar a sus muertos y reparar la afrenta que suponía la ocupación y la desolación de la tierra quemada. Eran descendientes de los sobrevivientes de Roma, la primera incendiaria de la ciudad vascona, y dispuestos estaban a rechazar la amenaza que suponía Carlos y sus sueños de hegemonía y sus delirios de grandeza. Aborrecían ser parte de su imperio. Querían forjar un reino propio.

Los vascones, convertidos en improvisados guerreros, recolectaron y colocaron las piedras en montones precisos y a distancias calculadas sobre las alturas del barranco, permaneciendo fijos en sus puestos de observación y combate. Otros, en grupos de asalto, molestaban mediante escaramuzas al ejército invasor que seguía la ruta que desde Iruña los llevaba hasta el alto de Errozabal, cruzando el valle de Esteribar. A la vanguardia cabalgaban Carlos y el obispo Turpín, seguidos por los veinte mil hombres de caballería e infantería que componían el ejército franco, unidas las fuerzas todas en la retirada de Zaragoza. La retaguardia la encabezaba Roldán, el Par favorito de Carlos, de quien decían era hijo. 

Los invasores urgían acceder con rapidez a sus hogares porque no era buen tiempo para la andanza de un ejército el inestable otoño, menos el nevoso invierno. Anhelaban disfrutar de la paz doméstica que, en su actividad militar, restaban a los demás. Marchaban forzados, revestidos con yelmos y corazas de metal, cargando sus pesadas armas, alertas a una posible emboscada, pues ni el apóstol Santiago podría salvarlos de la trampa que suponía el barranco de la tierra vascona por el cual se accedía a la llanura de Aquitania, si sufrían un ataque. Lo temían, pero no lograban calibrarlo. El enemigo resultaba invisible. Se sabía que estaba ahí por los ataques nocturnos y los aterradores aullidos lobunos que emitían, impidiéndoles el descanso.

 Cuando el ejército, cual una inmensa serpiente se fue desenroscando por el estrecho vericueto del desfiladero, los vascones actuaron. Cayeron las piedras, convertidas en misiles, sobre hombres y bestias, en tal profusión, que les deparó la muerte o heridas tan profundas que los llevaron a ella. La indefensión era total pues sus arreos de combate no lograron suavizar el impacto del diluvio pétreo y no había sitio alguno donde correr ni ocultarse. Los que quedaron en pie fueron atacados por hombres armados con azkonas, la secular arma que los romanos reseñaron como propias de los vascones. No hubo tregua ni compasión.

De nada valió la llamada de Roldán, avisando del peligro y reclamando ayuda a Carlos, pues murió en el combate finalmente, protegiendo con su cuerpo, para que nadie pudiera poseerla, a su prodigiosa espada Durandarte, con su pomo cargado de reliquias sacras. Carlos y el obispo Turpín, que escucharon el olifante, emprendieron una galopada escandalosa hacia delante, dejando a sus espaldas un ejército deshecho. Muertos fueron los 12 Pares, el Estado Mayor, aquel 15 de agosto del 778 que para los francos no resultó Año de Gracia del Señor. Aunque más tarde Carlos fue proclamado emperador, los muertos de Orreaga, los suyos y los demás, habrían de pesar en su memoria. Nadie debería alcanzar la grandeza derivada de semejante sacrificio humano en aras de su ambición.

Los vascones, expedida su venganza, se retiraron. Pero comprendieron que si querían pervivir como pueblo, y tal era el deseo, habrían de forjar una entidad política que los resguardara de semejantes afrentas. Y aunque no cantaron su gesta, que como mérito tiene el no ser depredadora, y durante mucho tiempo les fue negada su victoria y deformada su genial estrategia, crearon un reino, el de Pamplona, luego de Nabarra.


Fuente: Erlantz Urtasun Antzano (Historiador) y Arantzazu Amezaga Iribarren (Escritora)

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