lunes, 19 de marzo de 2018

La gran matanza de gatos






Armados con mangos de escobas, varillas de las prensas y otros instrumentos de trabajo, un grupo de hombres persiguieron a todos los gatos que pudieron encontrar en los techos y en las cercanías de la imprenta donde laboraban. Apalearon a cuanto felino les salió al paso y, a los que no mataron durante la persecución, los metieron en sacos para luego «someterlos a un juicio público» con guardias, un confesor y un verdugo. Después de declarar culpables a los animales y darles los «últimos sacramentos», los remataron en patíbulos improvisados.

Lo más relevante de todo esto no fue la crueldad ni la saña de quienes perpetraron esta matanza, sino el ánimo con que la realizaron: ahogados en risas y en un ambiente festivo que, meses más tarde, cuando en el taller querían divertirse un rato —o burlarse de sus patrones—, hacían representaciones paródicas de ese momento.

Por supuesto, a nosotros, lectores del siglo XXI este relato podrá producirnos todo, menos risa. Sin embargo aquí hay gato encerrado...

Empleados de imprenta

Durante la segunda mitad del siglo xvii, las grandes imprentas apoyadas por el gobierno eliminaron la mayoría de los talleres pequeños y una oligarquía de patrones controló la industria. Con esto, se deterioró la situación de los obreros, pues muchos deseaban aprender o practicar el oficio de impresor, pero cada vez menos lugares dónde encontrar trabajo.

Las condiciones de los aprendices eran infames: se levantaban antes del amanecer, todo el día los traían atareados mientras intentaban eludir los maltratos de los demás empleados y los insultos del dueño y sólo recibían como paga las sobras de la comida, que consistía en carne vieja y casi podrida, que hasta los gatos del patrón rechazaban con asco.

La situación del resto de los obreros no era muy distinta: eran despedidos con mucha frecuencia y sin remordimiento, sin importar que hubieran trabajado de forma diligente, tuvieran familia que mantener o se enfermaran: el exceso de empleados permitía que los patrones pudieran renovarlos con una frecuencia de hasta una semana. Llamaban "ancien" a quien cumplía un año en el trabajo.

Tampoco esto era gratuito: los empleados, apenas cobrado su sueldo, muchas veces desaparecían sin regresar siquiera por sus cosas, pues ya habían encontrado otro oficio, o preferían seguir probando suerte en otras ciudades.

Antes de la matanza

Según cuenta Nicolas Contant —autor del testimonio original—, los trabajadores, luego de una jornada agotadora y de una comida repugnante, lo único que esperaban con ansia era la hora del sueño. Sin embargo, sobre el sucio cobertizo en el que intentaban dormir todas las noches, se juntaba tal cantidad de gatos, cuyos maullidos y peleas los mantenían en vela.

Llegaron a la conclusión que su situación era injusta y buscaron una forma de que el patrón y su familia padecieran las mismas molestias. Entonces se les ocurrió que uno de los aprendices, que podía imitar a la perfección gestos de personas y sonidos de animales, caminara hasta el techo dónde dormían los patrones e imitara el escándalo de los gatos para no dejarlos dormir.

Después de varias noches de «concierto gatuno», los patrones pensaron que los gatos estaban embrujados y ordenaron a los empleados que se deshicieran de todos los que encontraran, salvo de Grise, la gata preferida de la esposa del patrón, y a quien le daban de comer aves asadas. Por supuesto, lo primero que hicieron los empleados fue buscar a Grise, matarla y esconderla bien.

La rebelión «simbólica»

En el momento de mayor festejo, mientras los empleados se regocijaban con la muerte y tortura de los animales, apareció la patrona, quien lanzó un grito aterrador porque pensó que su apreciada Grise se encontraba en el montículo de cadáveres.

De inmediato cuestionó a los empleados por su mascota y éstos, serios como la muerte, respondieron: «No, no, eso sería ofender a la casa, y la respetamos mucho». Por la magnitud del escándalo, no tardó en aparecer el dueño de la imprenta. Éste tampoco se escandalizó por la matanza, sino porque los empleados abandonaran sus puestos de trabajo.

Antes de que los propietarios siguieran con sus quejas y regaños, se dieron cuenta que estaban ante una rebelión «simbólica»: la matanza era un mensaje para ellos, una forma «sutil» de manifestar su descontento por el trato que recibían; pero sobre todo, una burla a la que no podían poner objeciones, porque, ¿no estaban ejecutando sus propias órdenes? Impotentes, los patrones dejaron que los empleados concluyeran su fiesta sangrienta.

Los impresores saben reír

Los obreros usaron los símbolos de su época para burlarse del dueño sin que éste pudiera tomar represalias: al matar a la gata preferida de la mujer, la «acusaron de bruja»; al «representar un juicio», demostraron conocer cómo funcionaba la ley y, al ejecutar la matanza, confirmaron que sólo era cuestión de tiempo para que la inconformidad social pasara de matar animales a personas.

En el testimonio original, se lee: «Los impresores saben reír, es su única diversión». Y la risa de los empleados al cometer la matanza venía de una cultura carnavalesca a la que, sutilmente, podemos acercarnos por medio de los relatos de Rabelais, cuyos personajes también se divertían de forma agresiva y burda, y cuyo desparpajo no es sino el espíritu de un pueblo cuyo «escape» se convirtió en motín; como ocurrió el 18 de marzo de 1871, cuando París fue el principal escenario de una rebelión sin precedentes y en la que el pueblo se sintió más confiado que nunca para cambiar sus condiciones de vida por medio de un ritual de renovación, como lo es el sacrificio.

Fuente: Carlos Bautista Rojas en Algarabía