jueves, 7 de noviembre de 2019

Las siete vidas de Vladimir


Todos los gatos tienen siete vidas pero a Vladimir solo le quedaba una. Perdió la primera en París cuando el ejército de Versalles aplastó la primera experiencia de poder obrero. A veces las mujeres y hombres son como ríos, se desbordan y rompen muros. Y cuando las orillas dejan de apartarlos, se levantan del suelo para tomar la frontera a la que llaman horizonte. Pero hay quien insiste en llamarla utopía. Otros creen que es un sueño. Tal vez desconozcan el grito de los que cayeron en las barricadas de la Comuna. Tomar el cielo por asalto no era un muro intranspasable. Y no lo es. Pueden regar la tierra de sangre, que el mundo entero, todo, unido, jamás será vencido. Porque allá, al fondo, donde ya la vista no alcanza, se prepara la fiesta de los oprimidos. La revolución.

Esta historia arranca lenta porque mientra la imaginación me asedia el cerebro, un italiano no para de cuestionarme sobre el progreso de la novela. A pesar de eso, era veloz el tren que se lanzaba sobre el horizonte. Arrancaba murallas al futuro y era tan grande que nadie sabia donde empezaba o acababa. Ni el mismo Alessandro y su especialidad de atropellarse con palabras interrumpía un momento de rara seriedad.

Dentro del vagón, una txapela escondía la calvicie de un viejo vasco que en un raro baile intentaba no caer entre el balanceo del tren y el peso de la embriaguez. Es cierto, explicaba, que cuando no hay viento, una bandera no es más que un trapo. «Tal vez, tal vez así sea. Tal vez una frontera no sea más que una línea imaginaria creada por la humanidad. Pero cuando se aprende a llorar por algo también se aprende a defenderlo. Y ahí es donde nos volvemos viento y bandera», contestó Vladimir. El peso del tiempo parecía no abatirse sobre el gato que saltó encima del asiento cuando Alessandro paró de hacer su porro e interrumpió la conversación como si después de haber salido del baño hubiera descubierto uno de los grandes enigmas de la humanidad: «Cazzo, ¿como no hay bidé? Sin bidé, no hay revolución».

Alessandro es de ese pueblo que un día colgó a sus verdugos después de cantar Bella Ciao por las calles y avenidas de Italia. Cuando me pregunta si estamos todos, siempre le contesto que faltan los presos. Su alegría suena a rebeldía y nos hace divertir cuando se atasca entre el español y el italiano.

Vladimir ofreció su segunda vida a la causa de los obreros rusos. En medio de la pólvora, vio como el pueblo tomó el Palacio de Invierno. La voz de Lenin sonó como un trueno: «Todo el poder a los soviets». Mares de cerveza desahogaron la felicidad de los oprimidos mientras Jack Reed y Louise Bryant celebraban la victoria bajo las sábanas de Petrogrado. Esa que fue la más bella de las epopeyas proletarias que sacudió durante décadas la humanidad en un violento pero hermoso terremoto.

Sin Teresa no habría habido esta historia, porque durante días seguimos cada episodio de su novela dramática y descubrimos que Vladimir, que todavía tiene una vida, eligió tener a una dueña bolchevique napolitana. Ella cree que es su gato. Pero es al revés. Ese amor barricado que tiene por Lenin no es locura aunque pase los días en un viejo hospital psiquiátrico tratando de construir otro futuro para los niños de la calle.

La tercera vida de Vladimir se perdió entre los combatientes de las Brigadas Internacionales. No ha tenido duda en perderse en esa niebla que asoló los pueblos del Estado español durante casi medio siglo. Esa esperanza rematada todavía respira dentro de las cunetas y esos muertos un día hablarán. Porque no pueden bombas donde sobra corazón.

Si escuchas a alguien en el tren que no termina las palabras es Curro. Ahí viene el huracán andaluz todavía con el polvo de esa tierra de jornaleros y latifundistas. Sobre el se dice que un día comió con Morgan Freeman durante una cena zapatista en esa cumbre intergaláctica donde solo faltó encapuchar a extraterrestres para asustar todavía más a los camareros chinos.

La noticia corre por el mundo como la pólvora. El ejército rojo alzó nuestra bandera en el Reischtag. Hitler se suicidó y ondeó la hoz y el martillo en Berlín. Vladimir no dudó en ningún momento en dejar su piel por la humanidad. Fue su cuarta vida.

Muchacha, pásame los fósforos que esa madera va arder. Si Teresa pasa los días en un viejo hospital psiquiátrico, Josa vive en el Manicomio. Tremendo barrio. Pura arrechera rebelde y chavista, no joda. "Crea y Dispara", pero ella te dirá que es "Crea y Combate". Vale, como quiera la camarada Josa. Si hablamos de Simone, todavía no comprende como se come tanto en Europa pero ya compartió su mística campesina. Trae en ella las venas de todo un pueblo que desafía el poder. Aunque puedan invadirlos a tiros, la semilla ya vibra en la tierra esperando el germinal.

«Voy bien, Camilo? Vas bien, Fidel». Y así fue que sembró un reguero de dinamita en toda América Latina. Si lo cuento, nadie se cree. Una revolución que empieza en un yate y que arrastra a los campesinos y obreros. La mejor nochevieja de la historia fue la de 1958 cuando las venas abiertas de todo un continente cerraron el paso al imperialismo. Aquí es donde Vladimir cedió su quinta vida.

En el restaurante del tren, Maura se queja de la dictadura del seitán. De esa Cuba de la cual se dice que sus calles albergan la hambruna viene esa habanera cuya mirada dura le sale cuando vuelve el seitanismo. Pero su sonrisa se mueve como sus caderas cuando suena la salsa. Sabrosura contestataria y rebelde. A su lado está Natalia. Es peligroso estar con Nati. O te deja caer el mate encima o te hace desaparecer el mechero como si fuera Houdini. Pero es revolucionaria como el Che, nació en Rosario como el Che y es médica como el Che. Y habla como un tren de alta velocidad, sin frenos, con ese acento adictivo que te convence sin reservas.

«El poder nace de la boca del fusil», asestó Mao y el pueblo se liberó con mil millones de puños cerrados. Vladimir no perdió esa victoria aplastante que se transformó en un dolor de cabeza para las oligarquías y una aspirina para la humanidad. La sexta vida del gato no se perdió porque los que mueren por la vida no pueden llamarse muertos como escribió Neruda.

Brais trae consigo el humor. Llena su morral con esa risa de niño travieso que luego nos contagia a todos. No hay dudas de que la rebeldía autónoma le corre en sus venas gallegas y aunque todos simpaticen con el no consiguió todavía lograr que el portugués le dejase la sudadera que tanto desea. Puede que algún día sea alcalde de A Coruña porque así lo nombramos un día con una cinta de plástico expropiada a unas obras. Clara es silenciosa como un susurro pero certera como una pantera. Habla cuando es necesario y todo lo que dice resulta cierto porque sus palabras son vacías de ruido y llenas de sabiduría.

En este tren que se escapa ruidoso del pasado, de la prehistória de la humanidad, y que huele a los porros de Alessandro trae una multitud embriagada que canta: «Paredón, paredón, paredón, a los milicos que vendieron la nación!». Así fue como Vladimir volvió a Rusia noventa y nueve años después de la revolución que abrió paso a que el horizonte se acercara todavía más a los oprimidos. Se había escapado de Nápoles y de esa loca que no hacia más que quejarse de el a Teresa.

La resaca es dura pero más dura es la razón que la sostiene. Intentaba encadenar la memoria de lo que había pasado la noche anterior. En el baúl de los recuerdos no sobraba más que vodka. Media docena de neuronas que todavía sabían nadar me señalaban el camino y empapado en sudor salté de la cama. Cuando despiertas en un palacio, entre ropa tirada por el suelo y esculturas neoclasicas no hay teoría que explique como conseguiste llegar ahí la noche anterior. Pensaba en eso justo cuando decenas de perros callejeros invadieron los jardines y comenzaron una orgía delante de los guardias. Cuando se cansaron y partieron, yo he decidí marcharme con ellos. Estaba en el Kremlin.

Y así fue como me fui acordando de cada uno de mis hermanos de clase. No es una historia larga y tampoco profunda pero es la que conseguí escribir después de despertar. Y tejiendo esta memoria de pañuelos en rebeldía, no olvidé la consigna luchar, crear [y tomar], el poder popular. Para que la última y definitiva vida de Vladimir sea, entre otras cosas, «una aspirina del tamaño del sol». Bueno, y también para que Brais me pague tres cervezas [el dice que son solo dos] por haber puesto la palabra bidé en el texto. Y eso mola. Mucho. 

Fuente: Uma terra sem amos

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