Caín no era hijo de Adán: era vasco, de ETA y, además, bastardo de un guardia civil. La verdadera historia del asesino de su hermano la sabe Rafael Vera, condenado como terrorista de Estado. En 2009, el número dos del ministerio del Interior en el Gobierno de Felipe González escribió una penosa novela titulada El padre de Caín, de la que ha salido una serie de dos capítulos emitida por Telecinco el pasado puente festivo. Es como si en Alemania divulgaran el horror del Holocausto con guion de Joseph Goebbels. Así se cuentan las cosas en España.
La fábula es la expiación de la década de los 80 en Euskadi y lo acontecido en el siniestro cuartel de Intxaurrondo, todo ello envuelto en un episodio de amor entre Eloy, teniente de la Guardia Civil, y Begoña, regenta de la pensión en la que se alojaba el picoleto. Veinte años después el hijo natural que tuvo con la joven de Ataun mata en atentado a su retoño matrimonial, nacido el 23-F e igualmente miembro de la Benemérita. Vera, tan poco ocurrente, falló en su asimilación vasco-bíblica al no llamar Ekain al activista de ETA.
El resultado es un folletín maniqueo, aderezado con política chusquera, en el que se vislumbra a Galindo y se pasa de puntillas sobre las torturas, los chalaneos franceses y los desmanes contra la población. Con ambientación asturiana, euskera macarrónico, exceso de pluviosidad y tópicos de txapela y herrikos aún más cutres que los de Ocho apellidos vascos. Calificarlo de subproducto sería un halago; pero bastante tiene con su derrota frente a Antena 3 y situarse a la altura ética de Sálvame y Gran Hermano.
España está obsesionada con el relato del terrorismo, quizás por su mala conciencia y temor a perder la batalla de la historia. El padre de Caín es su perfecta flatulencia. ¿Qué puede narrar con orgullo de su pretérito un país que abandona a sus muertos en las cunetas y mantiene la memoria de su tirano en un grandioso mausoleo? Lo esencial es ser intelectualmente honestos. De lo contrario, sucede que de los viajes al pasado se regresa entristecido.
Fuente: José Ramón Blázquez (Deia)
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